viernes, 10 de octubre de 2008

El síndrome de la cabra loca


Estoy malita. Tengo la enfermedad de las cabras locas, también conocida como 'mal de la cabeza sentada', 'síndrome de la clase media aburguesada' o 'culitis inquietitis'.
Se trata de una enfermedad de difícil curación, causada por la bacteria de la monotonía y el retrovirus del día a día, y que se contrae al besar (sin lengua pero con lágrimas en los ojos) los sellos de los visados que adornan mi pasaporte.
Los síntomas son variados y fácilmente confundibles con los de una anemia cualquiera: somnolencia, mareos, dolor de cabeza continuo, sensación de "no puedo ni con mi nombre".
Pero un exhaustivo examen a manos de un profesional permite vislumbrar otros indicios no tan habituales: sonrisa trabajosa y entrecortada; suspiros ante la sola mención de la palabra 'Alaska', 'Colombia' o 'Ushuaia'; miradas de cordero degollado al atlas que duerme en la mesilla de noche.
Y un día te descubres añorando ese asqueroso gusano que te comiste navegando por el Amazonas, el frío que pasaste en Antigua porque absolutamente toda tu ropa se había mojado con la incesante lluvia, el cansancio extremo subiendo a pata al Machu Picchu para ahorrarte los pocos dólares que costaba el bus y así poder cenar.
Comes las riquísimas lentejas de mamá sin ganas; te aburren los tropecientos canales de la tele; la habitación te parece desolada sin cucarachas ni desconchones de pintura en las paredes; la ropa limpia y con suavizante te da alergia.
Y entonces sabes que estás grave, que lo tuyo no tiene remedio. La enfermedad de la cabra loca te ha atrapado y sólo te queda una solución: tirar para el monte.

(La foto de arriba es una señora abuelita peruana echando una siesta al sol de Cuzco y la de abajo es un mural de una calle de Valparaíso, Chile)