Las dos y pico de la noche. Suena el teléfono. Entre que me caigo de la litera, descubro dónde estoy y qué demonios está sonando, cuando encuentro el móvil ya han colgado. Tengo un mensaje en el buzón de voz de David desde Hawái: "Hola, solo quería saber cómo ha ido la evacuación y dónde os habéis refugiado. Aquí, en Maui, la gente ha dejado sus casas y anda por las calles, alejándose de la costa. Llámame cuándo puedas para decirme cómo va todo y a qué hora está prevista la llegada del Tsunami".
¿Evacuación? ¿Tsunami? Pero ¿de qué está hablando este chico? Echo una mirada por el ventanuco de mi camarote y todo parece normal (todo lo normal que puede ser teniendo en cuenta que vivo en un barco al seco, en medio de un pequeño astillero y rodeado de otro montón de barcos en diferentes estados de reparación).
Llamo a David, que me cuenta que se ha producido un enorme terremoto frente a las costas de Japón y han emitido una alerta Tsunami que afecta a Hawái y a toda la costa oeste de Estados Unidos. Están evacuando a todo el que vive cerca del mar. Miro de reojo la torre de altavoces que forma parte del sistema de alertas de Port Townsend y que está a menos de 100 metros de mi oreja. He visto-oído a esos trastos en acción en Maui, donde los prueban el primer martes de cada mes y sé que es imposible que haya sonado y no me haya enterado.
David, frente al ordenador, me va leyendo los últimos partes de emergencia. Según los reportes, debería ir vistiéndome y metiendo en una bolsa impermeable lo poco que quiera llevar conmigo. Y tampoco estaría mal despertar a Bill, que duerme como un bendito en la otra punta del barco (hace falta mucho más que un simple Tsunami para alterar a mi super-capitán).
Los estados de California, Oregon, Washington (el mío) y el sur de Alaska están dentro del posible radio de acción del Tsunami. Port Townsend está en una zona de riesgo, como bien rezan las señales distribuidas por el pueblo, y hay una ruta de evacuación prevista y señalizada con unos cartelitos que siempre me han hecho mucha gracia.
David sigue leyéndome los partes. El más reciente, desde Seattle, avisa de que la ola provocada por el terremoto golpeará la costa de Washington sobre las 7 de la mañana, pero llegará muy debilitada, aunque se mantiene el estado de alerta y se aconseja a la población que abandone las zonas portuarias y las casas cerca de la costa.
Mi pueblín, Port Townsend, en la Olympic Peninsula, está orientado hacia tierra continental, no hacia el Pacífico, además de estar protegido por el estrecho Juan de Fuca. Es muy, muy improbable que la ola llegue hasta aquí, así que, a pesar de la inquietud de mi preocupado amigo David (mahalo my friend, eres un sol), dejo una notita a Bill contándole lo del Tsunami y me vuelvo a mi litera a seguir durmiendo.
Ahora ya es viernes, son las 7.30 de la mañana y escribo desde la cafetería donde tomamos café cada día, a dos palmos del borde del agua. Quizá no sea el sitio más sensato para pasar la mañana, el océano gris y cabreado golpea los ventanales del local. Ayer parecía un mar de mercurio, tranquilo y silencioso. Las noticias sobre el devastador efecto del Tsunami sobre Japón son horribles y casi me siento mal por frivolizar con el asunto. Pero la incontrolable naturaleza, con su infinito poder, manda y dispone, el hombre solo está de paso, que no se nos olvide...

Esta entrada no tiene otro objetivo que tranquilizar a todos los que me habéis mandado mensajes preocupados porque sabéis que estoy por la zona y a los que no sabéis por dónde ando y eso también os preocupa.